abril 28, 2007

"En el principio existía el verbo, y el verbo estaba en Dios, y el verbo era Dios" Jn 1,1




Recuerdo el diálogo, en una entrevista, que tuvo un apoderado con su pupilo acerca de la lectura:
“- Mamá, no quiero leer.
- Tienes que leer el libro.
- Pero si hay una película ¿Por qué no me la compras?... Y así no leo el libro…
- No seas ¡flojo!...”


Es habitual escuchar que las nuevas generaciones, prefieren las imágenes en vez de la lectura. Hoy en día, nos hemos acostumbrado a ser más pasivos en nuestras percepciones; la inmediatez de la imagen es más valorada que las palabras, pues, decodificar signos gráficos es un proceso cognitivo mucho más complejo que ver cuadros en movimientos. Me inquieta que sólo se prefieran las fotografías y no el encuentro íntimo con el texto. No obstante, en una humanidad que busca construir su presente en el conocimiento, se requiere como esfuerzo imperativo volver a hojear los discursos escritos.

La lectura puede ser considerada como una cualidad propia del ser humano, pues leer implica poseer un desarrollo cognitivo y emocional más allá de lo nativo. Somos seres lingüísticos, necesitamos leer para transformarnos en agricultores de palabras, en co-creadores de universos.

Los humanos hemos vivido nuestra presencia en el planeta a través de libros. El libro ha establecido nuestra forma de existir. Poseemos libros “sagrados” que orientan la fe de millones de personas, que buscan en esas palabras la voz de Dios. Libros “históricos” que con sus palabras intentan mantener una tradición que no proyecta morir en el olvido. Libros “clásicos” que relatan fábulas, revelando artísticamente la esencia humana. E incluso, Internet se ha convertido para algunos en “un nuevo libro”, que proporciona conectividad y acceso a los vocablos de innumerables personas. Sin embargo, la riqueza del libro está en su virtual relación con el lector/a, quien da “vida” a la escritura, exclusivamente la lectura “sopla aliento de vida” al texto. La lectura es un manantial de voces.

Un libro sin lector yace sin sustancia, por eso, el lector es el protagonista; no obstante, se suele matar al lector/a creador/a y la satisfacción de leer, a causa de poner énfasis en la lectura mecánica, estructurada y nivelada. Está de moda utilizar “Pruebas Internacionales Estandarizadas de Comprensión Lectora”, quizás la ganas de los administradores por las estadísticas, ha motivado la actual tendencia homogénea en la Educación. Varias de estas “evaluaciones” asesinan al lector/a, pues la lectura no puede ser reducida a una cifra matemática. Existe una fuerte tendencia a “preparar” al estudiante para rendir “satisfactoriamente” las “evaluaciones normalizadas”, “jibarizando” así la Educación a una simple “instrucción”. Me pregunto qué pasaría si otras disciplinas, como la ciencia, fueran sometidas a estos escrutinios de “experimentos estandarizados”.

Tengo alumnos/as que leen más de lo solicitado en la clase, son los sedientos de palabras; otros utilizan el libro para escribir groserías con sus palabras o estropearlo; algunos leen porque es obligación, desean satisfacer otras voluntades; y hay otros que rechazan el libro, no por ignorancia sino por estar embobados en sus artilugios electrónicos (mp3, mp4, celulares).

En conclusión, la lectura contiene palabras y ellas son potencialmente poderosas. Las palabras son una forma básica para representar la realidad y sin ella no tenemos un instrumento de pensar la experiencia, inclusive las “etiquetas” que vinculamos a nuestra vivencia, se convierten en nuestra experiencia. Por eso, los individuos con un vocabulario empobrecido, tienen una vida emocional limitada; en cambio, los que cuentan con un vocabulario suculento, disponen de una gama de colores para describir su experiencia. No nos damos cuenta de que las palabras tienen un efecto bioquímico, influyen en nuestro sentir, pensar y actuar, por ende, se entrometen en la manera en que nos comunicamos con nosotros mismos y con los demás, en consecuencia, a lo que experimentamos. Finalmente, cito a Neruda quien retrata poéticamente la simbiosis que tenemos con las palabras:

“Todo lo que usted quiera, si señor, pero son las palabras las que cantan, las que suben y bajan... Me prosterno ante ellas... Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito... Amo tanto las palabras... Las inesperadas... Las que glotonamente se esperan, se escuchan, hasta que de pronto caen... Vocablos amados... Brillan como piedras de colores, saltan como platinados peces, son espuma, hilo, metal, rocío... Persigo algunas palabras... Son tan hermosas que las quiero poner todas en mi poema... Las agarro al vuelo, cuando van zumbando, y las atrapo, las limpio, las pelo, me preparo frente al plato, las siento cristalinas, vibrantes, ebúrneas, vegetales, aceitosas, como frutas, como algas, como ágatas, como aceitunas... Y entonces las revuelvo, las agito, me las bebo, me las zampo, las trituro, las emperejilo, las liberto... Las dejo como estalactitas en mi poema, como pedacitos de madera bruñida, como carbón, como restos de naufragio, regalos de la ola... Todo está en la palabra... Una idea entera se cambia porque una palabra se transladó de sitio, o porque otra se sentó como una reinita adentro de una frase que no la esperaba y que le obedeció...
Tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen de todo lo que se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto transmigrar de patria, de tanto ser raíces... Son antiquísimas y recientísimas... Viven en el féretro escondido y en la flor apenas comenzada...”

(Pablo Neruda, Confieso que he vivido.)



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