Es habitual observar como nos perdemos en evocaciones, fantasías, proyecciones, miedos y nos des-conocemos a nosotros mismos y a nuestro entorno. Nuestra condición humana aflora con sus luces y sombras. No obstante, Dejo lo efímero, el espejismo cuando se vivencia la experiencia de “la presencia presente”, aquí y ahora la eternidad.
Las tradiciones recónditas nos ofrecen una poderosa verdad: la presencia en el presente. Dice el rito que de aquel acto proviene la sabiduría y el conocimiento. Sin embargo, la presencia es esquiva en nuestra cotidianidad. ¿Por qué, en el mundo que habitamos, estar presentes es tan simple pero tan difícil a la vez?
Para estar presentes, las voces apartadas del sueño nos mencionan algunos datos: dividir el día en fracciones y darse cuenta de las actividades diarias que realizamos y, en forma gradual, estar conscientes de cada rutina. Dedicar un momento temprano en el día de vivir el presente antes de cualquier otra cosa, es decir, dejar de lado otras prioridades, pero sin disiparlas. Mientras cambiamos de actividades, conservamos el propósito, por ejemplo, de controlar la imaginación, de estar presente en cada aliento. Utilizar el día como mecanismo para experimentar los esfuerzos de recordarse y no olvidarse. Tratar de estar presente cada vez que escuche, hable, vea. Con el hábito de acrecentar esta clase de vivencia, el “olvido de sí”, se cambia en la sencillez de estar presente.
Carlos G. Vallés escribe en unos de sus libros el siguiente relato:
“Al entrar Buda en un pueblo en su constante peregrinar en la siembra de la palabra y el ejemplo, un hombre le insultó y arrojó barro a su paso en protesta por su visita a aquel lugar. No a todos agradaban los sermones del peregrino y la renuncia total que la presencia del maestro y sus discípulos hacían palpable sin palabras ante una sociedad esclava de deseos. Y aquel hombre protestó con insultos la llegada del mensajero del desprendimiento.
Al atardecer Buda predicó ante el pueblo y aquel hombre también oyó el sermón. Había acudido para criticarlo e interrumpirlo con su actitud hostil, pero las palabras del maestro le llegaron desde el principio, abrieron sus ojos, cambiaron su corazón y le hicieron ver cuán equivocado estaba en su prejuicio injusto. Lloró de noche y decidió buscar el perdón al día siguiente.
De mañana se presentó al maestro, se identificó como el hombre que le había insultado la víspera y pidió perdón. Buda respondió:
‘Ayer era ayer y hoy es hoy. Aquel a quien tú insultaste era un personaje de ayer, y éste con quien hablas ahora lo es de hoy. El que insultó ayer, era de ayer, y el que pide perdón hoy es de hoy. El ayer pasó, y con él el insulto y quien lo lanzó y quien lo recibió. Hoy tú y yo somos nuevos como nuevo es el sol que acaba de amanecer. No achaques al sol de hoy los calores de ayer. No hay nada que perdonar porque no existe la injuria que habría que perdonar. Déjate ser hombre nuevo, y permíteme a mí serlo también contigo. Acabamos de conocernos. Seamos amigos’. Y un nuevo discípulo se añadió al grupo.”
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