Primera Parte.
Quiero central mi texto en un actor fundamental del proceso educativo, sin desmerecer los otros animadores que participan en la educación: el educador/a. Hoy en mi país hay un debate “caliente” acerca del sistema educativo que se desea implementar para las generaciones de ahora y mañana.
Una reflexión ineludible, pocos se atreven a discutir, es señalar la “misión y visión” del docente en la sociedad contemporánea. Como profesor diariamente convivo con alumnos en las aulas… me he preguntado varias veces: ¿para qué existo ahora? ¿Cómo soy como educador? ¿Por qué estoy en esta aula? ¿Qué significado tiene el otro? Por eso, urge reflexionar y responder:
¿De cuántas cosas el educador/a y las organizaciones educativas no se responsabilizan porque no saben, no pueden, no quieren o no les corresponde hacerse cargos?
Somos parte de esta estación; vivimos una época inestable, veloz, incierta, con descomunales cambios y con un asombroso descuido existencial, que una de sus señas es la fragmentación de las diversas instituciones culturales (familia, escuela, poderes públicos, instituciones, etc.). Lo anterior ha negado al educador que sea el necesario relato y refugio de sus estudiantes, y muchos de los hechos que confrontamos no son sino presagios de este “vacío existencial” que nos custodia en nuestro tiempo.
Los seres humanos necesitamos hábitat de amparo y regazo para poder ascender, que nos permitan construirnos como seres y, además, posibilitar valores, formular las preguntas vitales de toda existencia, habilitar la socialización y las identificaciones personales y culturales.
Las aulas modernas no tienen el destinatario de antaño, un nuevo perfil surge, algunos autores hablan de generación X y generación Y. Son individuos que se enfrentan a una realidad confusa e individualista, viven en casas vacías, con padres ausentes, expuestos a una amplia información, dependiente de los medios, su pensamiento se desarrolló con el “zapping”, con una actitud ociosa y un extenso tiempo disponible para satisfacer sus placeres.
El estudiante, las aulas y el docente son inciertos en estos momentos. Es trascendental que el profesor tenga una postura creativa, humana y vital ante esta situación:
Cómo responde el educador cuando su destinatario es:
• un muchacho que ejecuta o sufre “grooming”,
• un estudiante que se droga,
• una niña embarazada,
• un niño que ha abandonado a su familia para vivir en una “tribu urbana”,
• un adolescente que se descontrola los fines de semana,
• un joven que prefiere exclusivamente una fiesta a cualquier propuesta formativa,
• un estudiante que se interesa más por los grupos de música que por cultivar las letras o las ciencias.
• ¿Si los acontecimientos corren velozmente sin que lo podamos digerirlos?
• ¿Si cualquier medio es lícito para conseguir lo que se desea?
• ¿Si la comunicación preferida son los mensajes de texto de celulares, el chat y el correo electrónico?
• ¿Si la forma de acceder a la realidad es a través de la “tecnofilia”?
En nuestros días, la vida no está en las aulas, sino en otros fragmentos; actualmente existen otros agentes y formas de enseñar que se suman o compiten con el educador. El profesor/a enseña, pero no lo enseña todo; sin él también se aprende.
Si somos honestos, tendremos que reconocer en nuestros días que el educador/a no es garantía de nada, e incluso, puede ser un factor inhibidor del crecimiento personal y social del alumno/a.
Una dificultad evidente y radical es que el pedagogo no puede enseñar lo que nunca aprendió. No sabe porque no aprende. Hay aspectos de la realidad que el educador/a solamente puede limitarse a enunciarlas.
En otras estaciones, de alguna manera los educadores establecían un vínculo necesario y obligado con el mundo de la cultura, del saber, del conocimiento, en definitiva, con el mundo de la vida. Con injusticia o justamente, un hecho bastante trágico es que los educadores hemos perdido la autoridad social de legitimar la enseñanza necesaria, transformándose esto en un hecho significativo y determinante de la educación de la época actual.
Es perentorio lograr cambios que no sólo se queden en los planes y programas, sino que produzcan transformaciones en nosotros mismos como maestros y, sólo así, se dará el primer paso para aulas educativas diferentes. Estos cambios implican nuevos paradigmas que se traducen en crear nuevas prácticas y compromisos, nuevas formas de relacionarse y pensar, otra gestión de la enseñanza y del aprendizaje, otra convivencia que supere lo arbitrario o lo históricamente establecido.
No hay enseñanza posible si el educador no cree que:
• “el otro” puede mejorar y cambiar,
• el mundo puede ser más habitable y humano,
• cada uno de nosotros es digno y puede ser amante del prójimo.
Hoy urge un tipo de educador que se enfrente a la incertidumbre; que ofrezca no sólo su disciplina, sino también una formación en la sabiduría de vivir, que sea un gestor de diseños de aprendizajes.
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