“Un piadoso musulmán rezaba todos los días ante Dios, y todos los días le suplicaba una gracia que deseaba le concediese. Se colocaba siempre para su oración en el mismo rincón de la mezquita, y tantos años pasaron y tantas veces repitió su oración que cuentan que las señales de sus rodillas y sus pies quedaron marcadas sobre el mármol del suelo sagrado. Pero Dios parecía no oír su oración, parecía no enterarse siquiera de que alguien lo invocaba.
Un día por fin se le apareció al devoto musulmán en su oración un ángel de Dios, y le dijo:
-Dios ha decidido no concederte lo que pides.
Al oír el mensaje del ángel, el buen hombre comenzó a dar voces de alegría, a saltar de gozo, a contarles, a todos los que se reunieron al verlo, lo que le había sucedido.
La gente le preguntó, sorprendida:
-¿Y de qué te alegras, si Dios no te ha concedido lo que le pedías?.
A lo que él contestó, rebosándole el gozo sincero en cada palabra:
-Es verdad que me lo ha negado, pero al menos así sé que mi oración llegó hasta Dios. ¿Qué más puedo desear?. Y siguió repartiendo alegría.
Un día por fin se le apareció al devoto musulmán en su oración un ángel de Dios, y le dijo:
-Dios ha decidido no concederte lo que pides.
Al oír el mensaje del ángel, el buen hombre comenzó a dar voces de alegría, a saltar de gozo, a contarles, a todos los que se reunieron al verlo, lo que le había sucedido.
La gente le preguntó, sorprendida:
-¿Y de qué te alegras, si Dios no te ha concedido lo que le pedías?.
A lo que él contestó, rebosándole el gozo sincero en cada palabra:
-Es verdad que me lo ha negado, pero al menos así sé que mi oración llegó hasta Dios. ¿Qué más puedo desear?. Y siguió repartiendo alegría.
(…)
El buen musulmán continuó yendo todos los días a la mezquita, al rincón marcado por sus rodillas, para dar gracias porque su oración había llegado a Dios.”
El buen musulmán continuó yendo todos los días a la mezquita, al rincón marcado por sus rodillas, para dar gracias porque su oración había llegado a Dios.”
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